El texto que escribí para el número de marzo de revista Bicaalú:
Mis abuelos maternos
viven en algún lugar de la bahía de Acapulco −ni en la Costera ni en Punta
Diamante−: un fraccionamiento donde varias parejas de ancianos tienen casas con
vista a un mar que pocos turistas han fotografiado. La de ellos es una casa
blanca por dentro y por fuera, con una cocina que mi abuela mantiene muy limpia
y una terraza desde la cual hemos visto gaviotas, murciélagos, barcos y hasta
una ballena.
Ahí pasé todos los
veranos de mi infancia. Me levantaba antes del alba, cuando la brisa era fresca
y los colores del cielo suavemente azulados, para contemplar el mar y
"sentir el infinito". Pensaba en el inicio de los tiempos, como si yo
fuera la única en presenciar aquel espectáculo. Poco después venía el abuelo,
bajábamos al jardín y, mientras regábamos las plantas, nos sorprendía el
amanecer. A las ocho de la mañana el desayuno estaba servido. Sobre la mesa
siempre había un gran plato con fruta, que acompañábamos con alguna otra cosa
que la abuela preparaba al instante: hot
cakes, huevos revueltos o chilaquiles. Cuando terminábamos de comer, la
abuela me cantaba canciones: una sobre mariposas y otra sobre una llave y un
ropero. Inspirada por la segunda, le pedí que me enseñara lo que había dentro del
suyo. Me mostró fotografías "dañadas por la sal del mar", su vestido
de novia y muñecas que pertenecieron a mi madre. Al terminar de examinar los
objetos que había en la habitación de mis abuelitos, seguí con el resto de la
casa: encontré pelotas de golf, unos patines que me quedaron grandes, sombreros
de playa, una botella de Coca Cola en miniatura, ropa que olía raro, una cámara
con la que jugué a ser fotógrafa y una guitarra con cuatro cuerdas. Sin
embargo, mi principal hallazgo consistió en una colección de revistas, apiladas
en el interior de una covacha, que tenían por título Selecciones Reader´s Digest. Saqué algunas y comencé a hojearlas.
Una hora después no me importó que mi programa favorito estuviera a punto de comenzar;
me encontraba absorta con el relato de una niña que aseguraba que a su mejor
amiga se la había tragado la televisión pues, en lugar de salir a jugar, prefería
estar frente al aparato como una autómata. Al terminar con las revistas, seguí
con unos libros de cuentos −de páginas amarillas e ilustraciones preciosas− que
le pertenecieron a mi mamá y mis tíos. Durante ese verano no hice otra cosa más
que leer. Quisieron llevarme al parque acuático y también al cine, pero yo
estaba contenta con mis lecturas, el ventilador y el rugido del mar.
***
La casa de mis
abuelos paternos está en un lugar de la colonia del Valle que puedo describir
como una burbuja de tiempo. Muchas de las casas fueron construidas en los años
cincuenta y apenas han sufrido remodelaciones; la de mis abuelos no tuvo la
misma suerte, pues hoy le pertenece a un tío y, aunque le quedó muy bonita, a
mí me gustaba más antes.
Mi abuelo era
cantante de ópera y mi abuela concertista de piano. Del primero recuerdo pocas
cosas, pero muy significativas: su voz −tan gruesa y majestuosa que hacía
retumbar paredes−, los globos aerostáticos en los que trabajaba los domingos y
luego hacía volar, la forma en que me decía "mijita", y el beso que me daba en la frente al despedirse. Era
hombre de pocas palabras, ¡pero cómo se comunicaba al cantar! Raras fueron las
veces que pude escucharlo en vivo y ninguna fue en Bellas Artes, lo cual es una
lástima, pues incluso cantó junto a Plácido Domingo. Dice mi papá que de niña
le pedía que sintonizara la estación de música clásica para ver si ponían
alguna canción del abuelo.
De la abuela recuerdo
mucho más. Me enseñó a tocar Romeo y
Julieta en el piano, aunque sus manos ya estaban muy cansadas, y fue ella
quien me regaló algunas de mis primeras novelas: Mujercitas y Pinocho. En
su habitación, adornada con fotografías de hijos y nietos, tenía un librero
abarrotado. De ahí sacó El perfume, de Patrick Süskind, libro que ya no
pude regresarle. Hace poco lo abrí y, al llevármelo a la nariz, recordé la
atmósfera de aquella casa donde nacieron mi padre y sus ocho hermanos, en la
que mis primos y yo jugábamos a los cazafantasmas −pues creíamos firmemente que
la habitaban espíritus− y cuyo recuerdo conforta mi imaginación.
***
Mis abuelos maternos
me enseñaron a respetar la naturaleza, a valorar el pasado y celebrar el
presente con canciones. En su casa descubrí el gran regalo de la lectura y el
misterioso arrullo del mar. Y mis abuelos paternos enternecieron mi joven
espíritu con música y letras.
Humberto y Natividad
−los padres de mi padre− fallecieron hace tiempo. Ernesto y Alicia viven en la
casa blanca frente al mar, aunque los rituales que describí al principio son
otros. Ahora casi todo gira en torno a la salud del abuelo, que pronto cumplirá
noventa y siete años: deben bañarlo, vestirlo, transportarlo de arriba a abajo,
darle de comer y obligarlo a tomar sus medicinas, como seguramente hizo su
madre hace noventa y tantos años. Apenas un lustro atrás, Ernesto seguía
ocupándose del jardín, levantando mancuernas y mirando el atardecer con los
asombrados ojos de un infante. Los médicos le aconsejaron que llevara una vida
más tranquila, pero yo creo que en él sigue existiendo la fuerza de un león
marino.
***
Me entristece ver a
los ancianos como huéspedes en sus propias casas o confinados en asilos porque
sus familiares así lo decidieron. Según la cosmovisión actual, después de los
sesenta años dejamos de ser útiles (pongo
esta palabra en cursiva para acentuar mi sarcasmo). No creo que, al hablar de
una persona, deba utilizarse un adjetivo que lo mismo puede acompañar a un par
de zapatos que a una computadora; tampoco que a determinada edad nos
convirtamos en árboles raquíticos incapaces de dar frutos.
El comediante
estadounidense George Burns prometió no retirarse jamás. En 1994, dos años
antes de cumplir los cien y a punto de alcanzar los setenta y cinco de carrera,
actuó en la que sería su última película: Muerte
en las ondas. Muy probablemente su longevidad se haya debido al sinnúmero
de proyectos que lo mantuvieron ocupado hasta el último de sus días. A los
cincuenta y un años −que considerando la esperanza de vida del siglo XVI son
bastantes− Leonardo da Vinci comenzó a trabajar en su obra más querida: La Gioconda. Y a los setenta y siete,
Luis Buñuel dirigió Ese oscuro objeto del
deseo, filme que le valió dos nominaciones al Óscar y una al Globo de Oro.
Mario Vargas Llosa
continúa publicando libros, Paul McCartney ofreciendo conciertos y, a sus
ochenta y dos años, Clint Eastwood aún actúa y dirige películas (tan sólo en
2012 trabajó en dos: Ha nacido una
estrella y Las curvas de la vida).
Si llego a vieja,
planeo seguir los pasos de mis cuatro abuelos, cuya energía y determinación cargo
en los genes. Me imagino en una motocicleta voladora −estoy segura de que en el
futuro volarán y sin contaminar el ambiente−, siempre con un libro, una canción
y un mar en el pensamiento.